viernes, 30 de octubre de 2009

María Slessor, con honores propios de una princesa


Nació en Diciembre del 1848 en Escocia. Su padre era un humilde zapatero. De niña sus juegos dejaban entrever su destino. Gustaba de jugar con muñecas y con niños más pequeños con quienes desarrollaba su juego predilecto: Enseñar.
La Iglesia Presbiteriana Unida de Escocia, había enviado muchos hombres y mujeres valerosos a varias partes del mundo para combatir los males del paganismo, y precisamente entonces, se había empezado una Misión nueva entre un pueblo de raza salvaje, en un país selvático llamado Calabar, en el África occidental, y todo el mundo en Escocia hablaba de aquel suceso y de los peligros y penalidades que tenían que sufrir aquellos misioneros.
La señora Slessor solía traer a casa todas las noticias de aquella obra, y los niños se reunían alrededor de ella y escuchaban historias de las costumbres extrañas y crueles de aquellos indígenas, y de cómo mataban a los niños mellizos: y oyendo aquellas historias abrían desmesuradamente los ojos, y llenos de miedo, se apretaban contra su madre.
María, algunas veces decía: Madre, yo quiero ser misionera, para ir a enseñar a los niños negros a portarse como es debido.
María era aficionada a los libros y en especial tenía el hábito de leer la Biblia. Esto la hacía destacar en la Escuela Dominical provocando la admiración de sus maestros.
Poco tiempo después, recibieron la noticia que había muerto en el corazón del África, un héroe entre los héroes, otro misionero escocés, David Livingstone. Todos se preguntaban: “¿Que se va a hacer ahora? ¿Quién va a tomar la obra del gran explorador…? Entre aquellos, cuyos corazones saltaban ante tal llamamiento, estaba maría Slessor. Sus amigas decían: ¡”Pero si le da miedo hasta de los perros!”. Era verdad, pero olvidaban que el amor echa fuera el temor.

Inicio de su viaje

Una mañana de otoño del año 1876, la señorita Slessor, de pié sobre el puente del vapor Etiopía, en el muelle de Liverpool, daba el último adiós con su pañuelo a dos de sus compañeras que habían ido desde Dundee para verla partir.

La Aventura


Al cabo de un mes de viaje, arribó a Calabar. María tuvo el gozo de ver que se realizaba su sueño de ser una verdadera misionera, porque le encargaron una obra entre las mujeres en Old Town, un lugar dos millas más al interior, que tenía fama por su maldad.
Allí comienza una historia llena de aventuras, proezas y milagros. Con la muerte rondándola a cada paso, María se fue abriendo camino entre los corazones de piedra de los lugareños.
Aunque María estaba escondida en medio de la selva africana y pensaba que era una persona sin importancia, había otros que, sabiendo lo que había hecho, se propusieron que su historia fuera conocida. Escribieron su historia, que llegó a manos del Gobernador General de Nigeria, el cual, asombrado, la envió a Inglaterra para que fuera puesta en conocimiento del Rey.
Enterado Jorge V, le otorgó la Cruz de Plata. Cuando fue a Duke Twn a recibir el galardón fue recibida con honores propios de una princesa. Cuando le tocó hablar, dijo que el honor se le concedía a la Misión y no a ella.

Su muerte

El 13 de Enero de 1915, en su casa en Use, María entregó su alma al Señor.Una vez más viajó río Cross abajo, hasta Duke Town, donde fue sepultada, en el collado de la Misión, saliendo todo Calabar, jóvenes y viejos, a ver pasar el cortejo fúnebre y manifestar su profundo dolor. A la cabeza de la sepultura estaba la anciana May Fuller, una negra de Jamaica, criada en la Misión, que había dado la bienvenida a Ma hacía treinta y nueve años, cuando la misionera, una joven feliz y llena de vida, llegó por primera vez al África, y la había amado desde entonces.

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